viernes, 30 de mayo de 2008

Crónica interpretativa

DE BELLAS ARTES AL TOREO

Brinca y corre por entre la gente llevando en la mano derecha una bolsa de Gigante, su camiseta blanca está agujerada en las mangas y los pantalones, que alguna vez fueron verdes, casi alcanzan un tono gris. Tendrá unos ocho o nueve años. Tez morena clara, ojos grandes y obscuros, delgado. Pasa casi todo el día caminando por los vagones.

El mediodía y el cansancio llegan a mí de la mano. Él está sentado con la espalda recargada en la pared cuando lo veo; me mira a los ojos y se levanta ofreciéndome una sonrisa que es correspondida. Se acerca lentamente y saca de la bolsa, con un gesto impredecible, una pala de madera para cocinar que, a juzgar por su aspecto, jamás había sido utilizada.

- ¿Te la presto?

- No, gracias.

- En serio, para que le pegues a tu novio.

- No tengo novio

- Sí, para que le des unas cachetadas.

Su ofrecimiento y risa son sinceros. Me platica que su mamá, cuando está haciendo tortillas y su papá llega borracho, le pega con ‘la masa así, de las que no están hechas’ y otras veces con un sartén en la cabeza, pero aclara que esto pasa sólo cuando él ha bebido. Lo cuenta todo como me hubiera dicho que ha aprendido a andar en bicicleta.

Descubre ante mí su vida cotidiana, hechos comunes y corrientes de su rutina que cualquier sociólogo interpretaría como una evidente consecuencia del machismo mexicano. De sus labios salen las palabras, una tras otra, con ritmo fluido y marcado acento chilango, la sonrisa permanece durante los tres o cuatro minutos que dura nuestra conversación. Insiste en su propuesta, de nuevo lo agradezco, pero no acepto.

La gente entra y sale del vagón con la calma que puede existir en la estación Bellas Artes en un domingo. Se cierran las puertas tras el pitido que anuncia la partida y escucho una voz al fondo: “Buenas tardes, señores pasajeros. Vengo pidiéndoles su ayuda para poder comer (...) ustedes dirán que porqué me la tienen que dar, la verdad es que prefiero estar aquí y pedírselos amablemente a estar en la calle robando. Yo sé que eso es malo y por eso no lo hago (...) si ustedes tienen alguna moneda que puedan darme y que no afecte a su bolsillo yo se los agradezco. Gracias y tengan un buen día’. Al pasar junto a mí, sin perder el contacto visual, atiendo a su petición y por la ternura que ha despertado en mí, acaricio juguetonamente su cabello.

Apenas ha dado tres o cuatro pasos cuando voltea y de golpe empuña el instrumento de cocina y persiste: “¿Segura no quieres que te la preste?, llévatela”. Poco importan las apariencias en el momento e inevitablemente paso de la sonrisa a la carcajada.

El resto de los pasajeros están atentos a nosotros sin observar la dulzura tras su pena y conformidad, ni sus manos endurecidas por el polvo que en realidad eran tan vulnerables como su persona entera. Tampoco encuentran, ni quieren hacerlo, el coraje que hace falta para sensibilizarse sin caer en el asombro falaz; ellos no supieron de los golpes que hay en su casa más allá del sartén y la masa de tortillas, fueron sólo actores distantes e indiferentes ante lo que se presentó en su viaje ese domingo.

**Crónica publicada por la revista En cuentos cercanos de cualquier tipo. Méx, D.F., Abril 2007.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que crónica tan rara maestra!
todos deberiamos de traer siembre una buena pala de madera en nuestras cosas, uno nunca sabe cuando se puede ocupar!!
saludos!

Felixito dijo...

esta es la cronica que me gusta

si señor.

Joselyn Pichardo dijo...

A veces pienso en lo poco sensibles que nos volvemos... y perdemos la capacidad para juntar ese tejido maravilloso que se pon efrente a nosotros en un aparente gesto, o mirada que no debería pasar desapercibida. Me alegra que haya personas que puedan y quieran ver... más allá. Gracias por la crónica.!